Espiritualidad y fe

Como muestran las estadísticas, de 500 parejas felizmente casadas, más de la mitad consideró que la espiritualidad y la fe es el elemento que más contribuye a su felicidad (véase CARA, Marriage in The Catholic Church: A Survey of U.S. Catholics, October 2007). Particularmente en las familias hispanas, el orar juntos demostró ser la fuente de la cual sus miembros se nutren para sobrellevar los retos que afectan particularmente a esta comunidad, tales como las adversidades económicas y la migración.
La razón de este beneficio puede verse desde muchos aspectos. Podemos comenzar diciendo que, aunque lo sepamos o no, desde el instante mismo en que nos sentimos atraídos por nuestra pareja, Dios estaba ya ahí, en medio de nosotros. Pues, sólo un Dios de Amor pudo haber hecho posible que sintiéramos el impulso de salir de nuestra soledad egoísta, al encuentro de otro ser y de desear incluso entregarle, aunque no sea de nuestra familia ni de nuestro grupo de allegados, todo lo que somos: nuestro cuerpo, lo que ganamos, lo que sentimos y hasta lo que podemos llegar a ser. Y si esta aventura de “despojo y solidaridad” en vez de asustarnos y sentirla como una pérdida, la experimentamos como una de las fuentes más grande de realización, es porque este Dios nos hizo parecidos a El. Es decir, porque las fibras más íntimas de nuestro cuerpo y sentimientos están hechos con la misma realidad trascendente por la cual Dios no es soledad sino Trinidad. En pocas palabras, ¡porque somos a imagen y semejanza de Dios!
De ahí que el rostro de los enamorados tengan la semblanza angelical de quien se siente entre el cielo y la tierra. De ahí también la energía vital y entusiasta que mueve a los esposos a desear, siempre y cada vez más, ser una sola carne o una unidad indisoluble con el cónyuge. Amar es por tanto la experiencia más espiritual que podemos vivir como seres humanos. Pero por eso mismo, no podemos amar verdaderamente sin Dios. Sin El, nuestros impulsos físicos y emocionales pueden terminar usándose para el disfrute egoísta del placer, y entonces, donde debió haber habido encuentro y entrega generosa, se crea un vacío que duele y hace más daño que la soledad.
Igualmente, los esposos saben muy bien que a medida que la relación avanza, el amor va dejando de ser una sensación “entre las nubes” para convertirse en el contacto real con otro ser humano que necesita ser escuchado, servido, aceptado, con sus defectos y atendido dentro las limitaciones y circunstancias que la vida nos presenta. Entonces, la conquista de este corazón se vuelve verdadera entrega. Deja de ser la “visión encumbrada” de la divinidad como la que tuvieron los apóstoles en el Tabor para convertirse en el encuentro de un Dios que está en el rostro poco romántico del crucificado. Es decir, el amor matrimonial, con su específica condición de entrega de la vida, es una realidad que puede aproximarnos a la forma como Dios ama, pero por eso, supone el salto trascendente de fe o capacidad de donación y sacrificio que sólo Cristo puedo realizar de forma completa y total en la cruz.
¿Quién mejor que Cristo entonces para ser el depositario de nuestros sueños de entrega y de apasionada donación de nosotros mismos? ¿Cómo garantizarle a nuestro cónyuge que le seremos fieles en tristeza y alegría, en salud y enfermedad, en tiempos de prosperidad o en tiempos de crisis económica, si nuestro pobre corazón no se nutre con la entrega misma de Cristo en la cruz? Por lo demás, no creo que haya alguien que no desee ser amado de esta manera. Por lo tanto, la clave de nuestro matrimonio está aquí: en que la gracia permanente del amor de Jesús invocada el día de la celebración de nuestro matrimonio siga siendo cada día el objeto de nuestras oraciones, para que en todo lo que hagamos por nuestro cónyuge y nuestros hijos, imitemos cada vez mejor la donación sincera y total de Jesús en la cruz.
Ahora bien, dentro de todas las oraciones ninguna es tan completa ni puede alimentar mejor a la pareja de cristianos como la Eucaristía (CIC, 1644). Ella, centro y culmen del misterio cristiano, nos invita a comulgar con el Cristo que se entregó sin mediada y a hacer de esta comunión la fuerza que nos transforme en “cuerpo de Cristo” o presencia viva de su amor para otros. Por eso, los esposos que juntos busquen esta comunión y se nutran de ella, seguramente no sólo vivirán a través de los retos y altibajos de la vida una relación matrimonial satisfactoria, sino también una vida santa (CIC 1641-1642).
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