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Las Marcas de Nuestros Padres y Nuestra Cultura

Por Gelasia Márquez

Hay muchas teorías que tratan de explicar por qué elegimos y nos casamos con una persona y no con otra. ¿Elegimos porque se parece a nosotros? ¿Elegimos porque es distinto que nosotros y de esa forma nos complementan? La elección del compañero(a) es un proceso que ambas partes van haciendo, la mayoría de las veces a un nivel inconsciente. Tal vez el primer momento sea de una mera atracción física pero después, y según el grado de madurez de las personas, algunas parejas se interesan realmente por saber si son compatibles, es decir, por buscar los valores y características que comparten y que los pueden unir.

Ahora bien, cuanto más similitud existen en una pareja, más fuerte y mejor se establece la unidad y la mutua valoración entre ellos. Pues, como dice la Teoría Social de la Validación cuanto más coincidencia existe en valores, criterios, expectativas e ideales que comparten los miembros de la pareja, más se refuerzan la propia imagen y el propio valor de cada uno de ellos (Véase Valores en Común).

La búsqueda de esta similitud es algo que, según estudios, cada uno de nosotros realiza de forma inconsciente, pero regidos por los parámetros que traemos desde la niñez. Así, las muchachas eligen un compañero cuya forma de ser sea “similar” a la de los hombres de su casa, con los que se crió (padre, padrastro, hermano, primo, tío). De igual forma, el muchacho elige a una joven “similar” a aquellas que le ayudaron a desarrollar su definición de lo que es una mujer (madre, hermana, madrina, tía, prima).

Así mismo, las ideas acerca de las funciones y el papel que el hombre y la mujer deben tener dentro de un matrimonio las recibimos de lo que el medio ambiente y las tradiciones culturales nos enseñan al respecto. Por eso, cuando los miembros de una pareja crecieron y se educaron en ambientes culturales distintos, el proceso de ajuste entre ellos les supone más esfuerzo. Les exige que continuamente se pregunten entre sí el por qué de sus actitudes y se vean obligados a discernir de común acuerdo qué tipo de rol van a escoger dentro de su vida matrimonial.

El caso de Jennifer y Ángel, que pueden ver ilustrado en las viñetas Historias con un final feliz, puede servirles de ejemplo.

Historias 4: Jennifer y Ángel

Nueva definición de roles

Jennifer nació en los Estados Unidos, hija de padres inmigrantes Hispanos. Ella fue criada con los valores de un hogar típico “hispano”, pero aprovechó igualmente las ventajas que le ofreció la “sociedad americana”: Hizo estudios universitarios hasta alcanzar una maestría y, puesto que salió a temprana edad de su casa y vivió en una ciudad lejos de las de sus padres, aprendió a ser independiente y eficaz. Usaba el español para comunicase con la familia, pero era más hábil con el Inglés que usaba en todas sus otras circunstancias. Jennifer conoció en una fiesta a Ángel, quien acababa de llegar de su país, y que vivía aún en casa de sus padres. Después de unos meses, Ángel y Jennifer se comprometieron y poco después se casaron.

Casi al cabo de un año de casados Ángel le planteó a Jennifer que se sentía muy inconforme dentro del matrimonio y creía que habían cometido un error casándose. A Jennifer todo le tomó de sorpresa y pensó que Ángel “debía de tener otra mujer”. La crisis entre ellos era obvia. Entonces Ángel le propuso a Jennifer que se tomaran unos días, en un lugar distinto del medio ambiente habitual, para juntos discutir la situación de su matrimonio. Jennifer aceptó pero no entendía qué podía estar pasando pues ella hacía “todo” para que las cosas funcionaran bien.

Los días fuera de la rutina ayudaron a Ángel a verbalizar el por qué de su descontento: se sentía ignorado en la relación. Jennifer tomaba todas las decisiones y no siempre le informaba lo que decidía ni el por qué. Al inicio Jennifer se sintió muy dolida y le costaba entender que Ángel no le agradeciera sus contribuciones, ya que ella  sabía mejor que él cómo funcionaba este país y lo único que pretendía era aliviarle a él la carga de “tener que llevar la casa”. Por otro lado también ella se sentía poco escuchada cuando trataba de comunicarse con él en español, una lengua que ella poco usaba.

Gracias al diálogo, ambos pudieron entender que las expectativas de los dos respecto de la distribución de oficios estaban basadas en sus diferencias culturales. Entonces decidieron que, por encima de las costumbres de sus antepasados, lo importante era que ellos, como pareja, tomaran las decisiones sobre sus propias vidas. Juntos aceptaron igualmente que el aporte de cada cual es muy importante, pues el hecho de hablar mejor un idioma que otro no  hace a un miembro de la pareja sea superior o sepa llevar las cosas mejor que el otro.

Si desea profundizar en los retos  presentes en matrimonios entre personas que crecieron en diferentes culturas, como fue el caso de Jennifer y Ángel, lea nuestra sección, “Las marcas de nuestros padres y nuestra cultura.”

Historias 6: Gisela y José

Tomar decisiones juntos

Gisela y José viven un pueblo muy bonito a las afueras de la capital. Ya llevan 10 años de casados y Dios les ha bendecido con 4 bonitos niños. José es lo que se llama un “hombre emprendedor”. Al principio se dedicaba sólo a sembrar maíz en el terreno que le correspondió a la muerte de su padre. José leía mucho y veía programas educativos en la televisión. Por eso aprendido cómo tecnificar su producción y hacer crecer el negocito. Llegó incluso a tener un tractor y las maquinarias necesarias para moler y hacer tortillas caseras, que vendía entre sus vecinos.

Un buen día José se encontró con un amigo que vivía en el extranjero y que le “abrió los ojos sobre las oportunidades que podría tener con sus habilidades”. El gusanito de la posibilidad le estuvo rondando y rondando por días hasta que decidió averiguar con las autoridades del pueblo qué tendría que hacer para emigrar. Cuando sólo necesitaba echar a andar la petición de migración para él y para Gisela, decidió hablar con Gisela. Pero la propuesta dejó a Gisela totalmente turbada.  Lo difícil no era sólo migrar fuera de su país sino dejar a los hijos al cuidado de sus padres, cuando ellos más la necesitaban . Por otra parte, dejar que José migrara solo significaba desbaratar la unión matrimonial y exponerla a todo tipo de tentaciones. Nunca se le había ocurrido que “tuvieran” que migrar y cuanto más lo pensaba menos “quería” hacerlo. La situación se fue haciendo cada día más tensa en el hogar: José seguía insistiendo y Gisela se negaba. Cada uno de ellos estaba en “una esquina del cuadrilátero” con suficientes argumentos para no ceder ante los deseos del otro. Cuando ya estaban que “estallaban” por todo decidieron consultar con el párroco de la iglesia.

Después de sugerirles que invocaran juntos la asistencia del Espíritu Santo, el párroco les dio tres tareas a hacer: 1º. Cada uno debía escribir en un papel los pros y los contras que según él, o ella,  tendría el emigrar; 2º. Terminadas las columnas, debían sentarse y discutirlas hasta que ambos alcanzasen un acuerdo que fuera lo mejor para la familia 3º. El párroco les sugirió que una vez alcanzada una decisión la pusieran a consideración de sus familiares más cercanos.

José y Gisela estuvieron en el proceso de “ponerse de acuerdo” por más de tres días. Al final, en lugar de conversar con sus parientes se fueron a la iglesia a darle gracias al Párroco. No sólo porque les había enseñado la importancia y el modo para ponerse de acuerdo sino, sobre todo, porque les había recordado la presencia de la gracia de Dios en su matrimonio y les había enseñado cómo usarla.

José y Gisela decidieron no migrar sino continuar creciendo en familia. Años más tarde sus hijos salieron a estudiar fuera del país y poco a poco fueron migrando. En esos momentos, José y Gisela, migraron también para así ayudarles a ellos con el cuidado de sus hijos.

Historias 7: Enrique y Margot

La importancia de la comunicación

Enrique y Margot se conocieron en las clases de ingles de la Biblioteca Pública del vecindario. Ambos venían de diferentes países Latino-Americanos y llevaban poco tiempo en los Estados Unidos.

Meses después de estar “saliendo juntos” Enrique le propuso matrimonio. Margot no se sentía muy segura porque entre bromas y juegos había notado que “ellos no siempre pensaban igual” pero pensó que “eso no era tan importante” y aceptó su propuesta de matrimonio.

Enrique y Margot asistieron a un “cursillo de preparación” para la boda “por la Iglesia”, que duró un día. Durante el mismo, el pastor y la pareja de voluntarios que dirigían el cursillo les invitaron  a analizar las diferencias y acuerdos que tenían en diferentes tópicos. Enrique tomó a broma la tarea y Margot no se sintió segura para insistir en hacerlo. Días después Margot volvió a sacar el tema, pero Enrique siguió en su posición de no darle importancia a “las cosas de los curas que no que saben nada de matrimonio porque nunca se han casado”.

Cerca de un año después de casados, Margot fue a visitar al Pastor de la parroquia. Llorando le dijo lo angustiada y deprimida que estaba. Ella se sentía “fracasada” pues no lograba cumplir con su trabajo y con todas las tareas de su casa “como él lo esperaba” y sentía que Enrique no le daba importancia a otros aspectos de la vida en común que ella valoraba mucho y las realizaba con gran esmero y cariño.

El párroco pidió ayuda a la pareja que ayudó en la preparación matrimonial, y estos comenzaron a visitar el hogar de Enrique y Margot, como parte de “su seguimiento” después de la boda. El objetivo era ganar la confianza de Enrique y después modelar las respuestas esperadas a los problemas que ellos confrontaban. Así fueron entrenando a Enrique y Margot a escucharse, lo cual es diferente a simplemente oírse. Una táctica que les sirvió fue el repetir o parafrasear lo que el otro acababa de decir,  para así estar seguros que habían entendido lo que cada cual decía. También les fue útil el recordar y aceptar que tener diferencias es normal y que cada cual tiene derecho a no estar de acuerdo en todo lo que el otro cree y dice.

Años más tarde, Enrique y Margot se convirtieron en voluntarios  del programa de preparación matrimonial y su testimonio es uno de los que más efecto tiene en los novios que se preparan para administrarse el sacramento del matrimonio.

El caso de Enrique y Margot es un bello testimonio de la vida real  cuyas enseñanzas pueden leerse en “Convertirse en Compañeros para siempre”

Sentido y propósito del matrimonio

Por Dora Tobar

El consentimiento libre por el cual la pareja se entrega y se recibe mutuamente es la esencia o “materia” del sacramento del matrimonio.

El matrimonio es la íntima unión y la entrega mutua de la vida entre un hombre y una mujer con el propósito de buscar en todo el bien mutuo. Dicha relación tiene sus raíces en la voluntad original de Dios quien al crear al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, les dio la capacidad de amarse y entregarse mutuamente, hasta el punto de poder ser “una sola carne” (véase Gn. 1, 22 y 2, 24).

Así, el matrimonio es tanto una institución natural como una unión sagradaque realiza el plan original de Dios para la pareja. Pero además Cristo elevó esta vocación al amor a la dignidad de sacramento cuando hizo del consentimiento de entrega de los esposos cristianos el símbolo mismo de su propia entrega por todos en la cruz.

En otras palabras, el consentimiento libre por el cual la pareja se entrega y se recibe mutuamente es la esencia o “materia” del sacramento del matrimonio, de la misma forma como el pan y el vino son la materia del sacramento de la Eucaristía. Dicho consentimiento o símbolo visible de la presencia de Cristo se concretiza, dentro del rito matrimonial, en la fórmula que una vez y para siempre se dicen los esposos con palabras como: “Yo te recibo como esposo(a) y me comprometo a amarte, respetarte y servirte, en salud o enfermedad, en tristeza y alegría, en riqueza o en pobreza, hasta que la muerte nos separe”.

Con esta declaración pública de entrega, consumada después en el acto íntimo de entrega corporal, los esposos se constituyen el uno para el otro en sacramentos vivos de la entrega de Cristo a la humanidad. Ellos son por tanto los verdaderos ministros de este sacramento. Pero para que su declaración sea reconocida, la Iglesia pide que los esposos pronuncien este consentimiento frente a un testigo autorizado por la Iglesia que puede ser un sacerdote o un diácono y frente a la comunidad cristiana.

El compromiso celebrado en el rito se convierte en el estilo de vida de los esposos que, a través de su cotidiana entrega y fidelidad, hacen de su amor el lugar donde el conyugue es amado, servido, escuchado y atendido como Cristo mismo lo haría. En otras palabras, el sacramento del matrimonio no se reduce al rito que lo celebra, sino que consiste en “ser sacramento” o presencia visible de Cristo para el cónyuge, todos los días y en todas las circunstancias que la vida les presente. Por esta razón el matrimonio es junto al sacramento del orden sacerdotal un sacramento de servicio que, vivido con el apoyo permanente de la gracia de Dios, es un camino excelente de santidad.

Es además en el seno de esta relación estable y generosa donde Dios quiere que sean engendrados los hijos para que sea el amor la cuna donde se reciban las nuevas creaturas y se constituya la familia, y la sociedad. Parte esencial del amor de los esposos es pues estar abiertos a acoger con amor y responsabilidad la vida nueva que pueda surgir de sus relaciones maritales. Así, su amor mismo se convierte en instrumento disponible a la obra creadora de Dios.

En pocas palabras, tanto por su donación y servicio mutuo como por su misión co-creadora, los esposos son sacramento vivo y permanente del amor de Cristo por la humanidad y se convierten en “Ministros de la Iglesia Doméstica” donde a diario están llamados, junto al pan y la palabra, a partir y compartir la vida de Cristo con su cónyuge, sus hijos y quienes los rodean.

La Iglesia entera o “Familia Cristiana” se beneficia igualmente del sí sacramental que a diario se dan los esposos pues este es un testimonio invaluable que sostiene a todos los cristianos en el camino de entrega y servicio al cual hemos sido llamados.

Para mayor profundización en el tema léase Catecismo de la Iglesia Católica #1601-1666.

Espiritualidad del matrimonio

Por Dora Tobar

Por su misma esencia y origen, el amor matrimonial es una realidad espiritual. La espiritualidad es todo lo que nos permite tomar conciencia de nuestra intrínseca relación con Dios y nos ayuda a desarrollarla.

Ahora bien, por su misma esencia y origen, el amor matrimonial es una realidad espiritual. Es decir, lo sepan o no, al haber hecho del amor la razón de ser y la meta de sus vidas como pareja, los esposos han optando ya por Dios y están en el camino seguro de encontrarlo. Como lo dice la Primera Carta de San Juan: “El amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (4,7).

Pero además, cuando los esposos, en el sacramento del matrimonio, optan por amarse no sólo con la fuerza humana del amor sino con el amor de entrega de Cristo en la cruz, algo más grande que un simple acuerdo humano está sucediendo entre ellos. Su decisión significa que desean hacer de su vida en común el camino para identificarse con Cristo, es decir, para alcanzar la santidad.

Esta es por tanto la primera y gran oración que los esposos elevan en común y frente a la cual Dios nunca pasa desapercibido: “De la misma manera que en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por la alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres… sale al encuentro de los esposos para unirse a su amor y permanecer con ellos” (CIC 1642).

Es más, su decisión o consentimiento de entregarse y recibirse mutuamente, por la gracia del sacramento del matrimonio, hace que los esposos queden “como consagrados para los deberes y dignidad de su estado” (Vaticano II, Gaudium et Spes, GS, 49). Por lo tanto, todo cuanto hagan para amarse será así su oración y ofrenda ante el altar del amor que Dios ha establecido ante ellos.

Esta oración se vuelve vida cada vez que los esposos se intercambian gestos y pruebas de su amor de dedicación y servicio; o cuando, con generoso corazón disponen su amor a la acción procreadora de Dios; Así mismo, se vuelve ofrenda grata cuando se convierte en disposición para entender y ceder el propio punto de vista en aras de la armonía, o cuando, ante los desacuerdos o las ofensas el amor se convierte respectivamente en aceptación respetuosa del otro, tal cual es, y en perdón misericordioso pues no se espera que el otro sea perfecto.

Es muy bello además cuando esta práctica espiritual en el silencio y la rutina de la convivencia, se puede traducir en palabras y gestos explícitos de oración, pronunciadas al unísono o en compañía del cónyuge. Pues, como dicen los maestros de espiritualidad, mediante la oración tomamos conciencia profunda de lo que Dios está realizando en nosotros. Así, los esposos pueden gozar juntos de la contemplación de la obra de Dios,  tanto en sus logros como en sus dificultades, y disponerse mejor para que siga sucediendo.

La celebración Eucarística es una excelente oportunidad para orar y celebrar juntos:

  • En sus ritos mismos de entrada podemos por ejemplo tomar conciencia que, como en el día de nuestra boda, otra vez caminamos juntos, frente al altar, dispuestos a amarnos y recibir la gracia para vivir la “común –unión”.
  • El rito penitencial nos da la ocasión de pedir perdón a Dios por nuestras faltas al amor, invocar el poder de su perdón por las heridas recibidas y unirnos a la invocación de perdón que hace nuestro cónyuge.
  • A través de su Palabra seguramente Dios tendrá una Buena Noticia para salvar nuestro amor. Estar ahí, escuchándola con nuestro cónyuge nos ayuda a recordar que nuestra relación matrimonial es el mundo inmediato donde esa Palabra debe hacerse realidad.
  • El ofertorio es igualmente un momento litúrgico donde, mentalmente estamos invitados a poner en la patena que el sacerdote levanta en el altar, todos los frutos de nuestro amor, pero también las migajas que esperan ser transformadas en pan de vida y amor.
  • Finalmente, la comunión con el cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó por nosotros, es el mejor alimento para que cada esposo no sólo se mantenga en la entrega sino que se convierta en el cuerpo visible de Dios para su cónyuge y su familia.
  • El rito de conclusión debe recordarnos que no salimos como entramos y que Dios se ha quedado, una vez más, con nosotros.
  • Ahora, nuestra casa debe ser “el santuario” donde se siga reconociendo y sirviendo el rostro de Cristo en nuestros “próximos” y nosotros seremos una vez más los “ministros consagrados por el amor” para la construcción y cuidado de nuestra Iglesia Doméstica. Ahí, el milagro del altar seguirá invocándose y celebrando a través de nuestras cenas en común, de nuestras conversaciones que buscan el entendimiento y la comprensión, de nuestros gestos de ternura y placer, y de todos los actos de solidaridad y entrega que conformen nuestra convivencia.

No se necesita pues nada extraordinario para vivir la espiritualidad del Matrimonio. Lo extraordinario ya ha sucedido en su mutua voluntad de amor. Dejen todo, de nuevo, en manos del Señor y El se encargará de ayudarlos a tomar conciencia de este milagro y de disponerse a seguir viviéndolo.

Cada cónyuge debe velar por mantener su espíritu alimentado en el amor. Puede siempre alentarnos la certeza, de que Dios jamás niega el amor a quien se lo pide con corazón humilde y dispuesto. Ojala los dos puedan recorrer este camino espiritual al mismo tiempo. Y cuando no, cuando uno de los cónyuges avanza primero o más en este proceso de oración y conciencia de fe, es su deber orar por el cónyuge.

Más sobre el tema en Espiritualidad y fe y La oración.

Lecturas complementarias:

  • Catecismo de la Iglesia Católica, 1641-1650
  • Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, 55-64.

Roles en el matrimonio

Por Valentín Araya

Los roles y funciones que se le adjudican a los hombres y a las mujeres, dentro del matrimonio, se aprenden en el hogar de origen y en el contexto cultural en que crecimos. Tanto el hombre como la mujer pueden llegar al matrimonio con expectativas preestablecidas de lo que será su rol como cónyuge y con los hijos. Por tanto, es muy importante confrontar estas expectativas con su pareja, puesto que la falta de congruencia en este punto puede causar conflictos en el matrimonio.

Lo primero que habría que decirse aquí es que no hay papeles predeterminados para el esposo y la esposa dentro de la vida matrimonial.

Cada miembro de la pareja debe evaluar los roles y expectativas que tiene frente a su cónyuge y ajustarlos a las necesidades reales de la pareja.

Tradicionalmente, y sobre todo en nuestra mentalidad latina, el hombre se definió como el proveedor de todo lo necesario y la mujer como la que se quedaba en casa, encargada del cuidado de los hijos y  de las mil tareas domésticas. Como consecuencia, el hombre aprendía que no tenía responsabilidades en los oficios domésticos ni en el cuidado de sus hijos, pues esas eran “cosas de mujeres”. La mujer por su parte, aceptaba además que ella era la que debía atender al esposo.

Eso fomentaba una división muy drástica entre las actividades masculinas y femeninas dentro de la relación matrimonial y traían un desbalance poco sano al matrimonio.

En algunos hogares latinos, aún en épocas actuales, la mujer tiene que trabajar muchas horas, sin goce de salario, sin derechos y sin ese “tiempo personal” para recargar sus baterías. Todavía hay quienes no consideran el trabajo doméstico como propiamente un trabajo, sino como una “obligación” que tiene la esposa en el matrimonio.

Hoy en día, por el contrario, la sociedad reconoce que el hombre y la mujer participan por igual en el campo laboral fuera de casa y el trabajo doméstico, aunque no es siempre remunerado, es visto como un verdadero trabajo. Así mimo, los hombres están tomando conciencia de que también ellos deben participar por igual en los oficios domésticos, tradicionalmente asignados a las mujeres.

El matrimonio es como un regalo que tanto el esposo como la esposa reciben. En ese regalo vienen ciertos privilegios y derechos, pero también vienen ciertas responsabilidades, obligaciones y tareas y no hay manuales que especifiquen cuáles tareas debe hacer el hombre y cuáles la mujer.

El que la mujer esté naturalmente mejor dotada para realizar ciertas tareas en el hogar, no impide que el hombre pueda aprender a hacerlas. El hogar, el matrimonio y los hijos no son sólo de uno, sino de los dos. Cada miembro de la pareja debe evaluar los roles y expectativas que tiene frente a su cónyuge y ajustarlos a las necesidades reales de la pareja. Comunicación clara y precisa es siempre una herramienta importantísima en este proceso.

Más sobre este tema también en “Profesión y familia”.

Beneficios del Matrimonio Católico para el Amor

Por Dora Tobar, PhD

La tradición católica siempre ha reconocido que el matrimonio es también una relación natural. Personas de cualquier religión, o no creyentes pueden casarse y su matrimonio es respetable y digno pues, lo sepan o no, tiene su origen en Dios mismo que al crear al ser humano le hizo capaz de amar a su pareja y entregarse a ella para formar una sola carne.

Pertenece también al sueño natural de toda pareja el poder permanecer unidos y para siempre. Esta aspiración humana tan legítima está sin embargo amenazada con frecuencia por la debilidad del corazón humano que no siempre sabe o puede ser coherente con su íntima vocación al amor. La historia del pecado ha dejado también su rastro negativo en nuestra condición y nuestras culturas haciendo a veces que no amar o ser egoístas sea más fácil que buscar en todo el bien, incluso de quienes amamos.

Por eso Jesús, Redentor de la humanidad, vino también al rescate del amor de la pareja y además de ofrecerle su salvación que libera del influjo del mal y del pecado, está dispuesto a ser la fuerza misma de amor que, unida al esfuerzo de amor de cada cónyuge, los conduzca seguros a amarse y entregarse para siempre, al igual que lo hizo El en la cruz. De este modo, la fidelidad y grandeza del amor de Cristo se convierte en la garantía misma del amor matrimonial y hace de él una alianza indisoluble. A este don tan especial se le llama también “la gracia matrimonial” y se participa de ella mediante la celebración del “sacramento del matrimonio”.

Jesús está dispuesto a ser la fuerza misma de amor que, unida al esfuerzo o consentimiento de amor de cada cónyuge, los conduzca seguros a amarse y entregarse para siempre. A esta fuerza se le llama también “gracia matrimonial”.

Como lo describe el Catecismo de la Iglesia Católica, Dios que siempre salió al encuentro de su pueblo, sale ahora, mediante el sacramento del matrimonio, al encuentro de los esposos cristianos y “permanece con ellos, les da la fuerza de tomar su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros, de estar sometidos unos a otros en el temor de Cristo (Ef. 5, 21), y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo” (CIC, 1642).

Cuando los cónyuges se aman con el amor de Cristo invocado y celebrado en su sacramento y consumado en su diario vivir, se convierten también en instrumentos o “ministros del amor de Dios.” Así, a través de cada uno de ellos, Dios mismo sigue sosteniendo, escuchando aceptando, acariciando y sirviendo al cónyuge y a los hijos que nazcan de su relación. Es decir, mediante la gracia matrimonial los esposos no sólo logran ser felices sino que se convierten también en instrumentos mutuos de salvación para su cónyuge.

Por eso, si aún no estás casado, o te casaste pero no conociste antes lo que Jesús tiene preparado para tu amor, puedes hacerlo ahora, buscando el sacramento del matrimonio que ofrece la Iglesia Católica o si ya lo hiciste puedes siempre renovar tus promesas matrimoniales y beneficiarte así de su gracia.

Espiritualidad y fe

 Por Dora Tobar, PHD

Como muestran las estadísticas, de 500 parejas felizmente casadas, más de la mitad consideró que la espiritualidad y la fe es el elemento que más contribuye a su felicidad (véase CARA, Marriage in The Catholic Church: A Survey of U.S. Catholics, October 2007). Particularmente en las familias hispanas, el orar juntos demostró ser la fuente de la cual sus miembros se nutren para sobrellevar los retos que afectan particularmente a esta comunidad, tales como las adversidades económicas y la migración.

La razón de este beneficio puede verse desde muchos aspectos. Podemos comenzar diciendo que, aunque lo sepamos o no, desde el instante mismo en que nos sentimos atraídos por nuestra pareja, Dios estaba ya ahí, en medio de nosotros. Pues, sólo un Dios de Amor pudo haber hecho posible que sintiéramos el impulso de salir de nuestra soledad egoísta, al encuentro de otro ser y de desear incluso entregarle, aunque no sea de nuestra familia ni de nuestro grupo de allegados, todo lo que somos: nuestro cuerpo, lo que ganamos, lo que sentimos y hasta lo que podemos llegar a ser. Y si esta aventura de “despojo y solidaridad” en vez de asustarnos y sentirla como una pérdida, la experimentamos como una de las fuentes más grande de realización, es porque este Dios nos hizo parecidos a El. Es decir, porque las fibras más íntimas de nuestro cuerpo y sentimientos están hechos con la misma realidad trascendente por la cual Dios no es soledad sino Trinidad. En pocas palabras, ¡porque somos a imagen y semejanza de Dios!

De ahí que el rostro de los enamorados tengan la semblanza angelical de quien se siente entre el cielo y la tierra. De ahí también la energía vital y entusiasta que mueve a los esposos a desear, siempre y cada vez más, ser una sola carne o una unidad indisoluble con el cónyuge. Amar es por tanto la experiencia más espiritual que podemos vivir como seres humanos. Pero por eso mismo, no podemos amar verdaderamente sin Dios. Sin El, nuestros impulsos físicos y emocionales pueden terminar usándose para el disfrute egoísta del placer, y entonces, donde debió haber habido encuentro y entrega generosa, se crea un vacío que duele y hace más daño que la soledad.

Igualmente, los esposos saben muy bien que a medida que la relación avanza, el amor va dejando de ser una sensación “entre las nubes” para convertirse en el contacto real con otro ser humano que necesita ser escuchado, servido, aceptado, con sus defectos y atendido dentro las limitaciones y circunstancias que la vida nos presenta. Entonces, la conquista de este corazón se vuelve verdadera entrega. Deja de ser la “visión encumbrada” de la divinidad como la que tuvieron los apóstoles en el Tabor para convertirse en el encuentro de un Dios que está en el rostro poco romántico del crucificado. Es decir, el amor matrimonial, con su específica condición de entrega de la vida, es una realidad que puede aproximarnos a la forma como Dios ama, pero por eso, supone el salto trascendente de fe o capacidad de donación y sacrificio que sólo Cristo puedo realizar de forma completa y total en la cruz.

¿Quién mejor que Cristo entonces para ser el depositario de nuestros sueños de entrega y de apasionada donación de nosotros mismos? ¿Cómo garantizarle a nuestro cónyuge que le seremos fieles en tristeza y alegría, en salud y enfermedad, en tiempos de prosperidad o en tiempos de crisis económica, si nuestro pobre corazón no se nutre con la entrega misma de Cristo en la cruz? Por lo demás, no creo que haya alguien que no desee ser amado de esta manera. Por lo tanto, la clave de nuestro matrimonio está aquí: en que la gracia permanente del amor de Jesús invocada el día de la celebración de nuestro matrimonio siga siendo cada día el objeto de nuestras oraciones, para que en todo lo que hagamos por nuestro cónyuge y nuestros hijos, imitemos cada vez mejor la donación sincera y total de Jesús en la cruz.

Ahora bien, dentro de todas las oraciones ninguna es tan completa ni puede alimentar mejor a la pareja de cristianos como la Eucaristía (CIC, 1644). Ella, centro y culmen del misterio cristiano, nos invita a comulgar con el Cristo que se entregó sin mediada y a hacer de esta comunión la fuerza que nos transforme en “cuerpo de Cristo” o presencia viva de su amor para otros. Por eso, los esposos que juntos busquen esta comunión y se nutran de ella, seguramente no sólo vivirán a través de los retos y altibajos de la vida una relación matrimonial satisfactoria, sino también una vida santa (CIC 1641-1642).

Más sobre este tema en Espiritualidad del matrimonio y La oración. También recomendamos leer los siguientes documentos de la Iglesia:

Resoluciones de año nuevo…¿Hasta cuando?

Resoluciones de año nuevo….¿Hasta cuándo? Comenzamos un nuevo año y de seguro—como hemos hecho en los años anteriores—escribimos nuestra lista de “nuevos” propósitos…otra vez. Lo más seguro es que el 75% de las resoluciones de nuevo año sean las mismas que nos propusimos cumplir el año anterior, y no lo hicimos. Algunas de ellas de seguro son: bajar de peso, mejorar la figura, cambiar el coche o carro, mudarnos a una nueva casa, conseguir un mejor empleo, ganar la lotería, ayudar a los pobres, estudiar una carrera, hacer las paces con los amigos, familiares, etc. Muchas fáciles de lograr, otras casi imposible de lograr.

En nuestro razonamiento nos damos cuenta que no lo logramos, pero ahí vamos otra vez. ¡Y eso es perfecto! No debemos desanimarnos o perder el impulso de la motivación de las fiestas del año nuevo, por el contrario aprovechemos esta ocasión. Les ofrecemos a continuación unas sugerencias para que este nuevo sea año diferente a los anteriores:

• Pongamos nuestra confianza en Dios, no en nuestra propia fuerza de voluntad.• Recordemos cada vez que pensemos en nuestras resoluciones que somos seres humanos, que nos cansamos, nos equivocamos y cometemos errores, aun así Jesús dio su vida por nosotros y nos alcanzó la vida eterna.

• Evaluemos si nuestras metas están propuestas por la razón correcta, es decir para nuestra felicidad, la de nuestro cónyuge y la de nuestra familia en primer lugar.

• Conversemos sobre nuestras resoluciones con nuestro cónyuge, para que él o ella sepa sobre las metas que estamos tratando de alcanzar y pueda así ser un agente de ayuda y motivación para que las cumplamos y no por el contrario, ser quien nos incite a no cumplirlas.

• Propongamos metas que no solo sean individuales, sino metas que nos unan y nos ayuden como pareja, tales como tener más paciencia para no entrar en discusiones, ponernos de acuerdo en todas las áreas de acción y decisión en nuestra vida de pareja y familiar (ex. cómo hemos de corregir a los hijos, como manejar los conflictos y las finanzas), separar un tiempo regularmente para compartir solos como pareja o en familia con los hijos, moderar o eliminar las actividades o actitudes que ofenden o crean ansiedad a nuestra pareja o nos dañan a nosotros mismos (ex. tomar demasiado, los gastos excesivos, salidas continuas con los amigos y amigas), hacer un balance entre el trabajo y la familia, o corregir cualquier otra cosa que esté afectando la convivencia sana y feliz.

• Las resoluciones para el año deben ser evaluadas frecuentemente, (semanalmente o los más seguido posible) para poder hacer los reajustes de acuerdo a como nos vayamos desenvolviendo.

• Celebremos las metas logradas, hagamos saber a nuestra pareja y nuestros seres queridos de nuestros logros y ¿por qué no? darnos una palmadita en la espalda y también recompensarnos por nuestro esfuerzo.

• Bendigamos a Dios en cada momento de este recorrido por el año que termina que finalmente, es la búsqueda de la felicidad que Cristo nos ha procurado y que debemos compartir.

Por último y no por ser menos importante, la resolución de año nuevo y de todos los días es amar a la persona que Dios nos separó para ser nuestra compañía en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, en los momentos de celebración y en los de duelo. ¿Hasta cuándo la misma resolución? Hasta que la muerte nos separe.